Las advertencias del pueblo
En San Bartolo, un pequeño pueblo escondido entre montañas y selvas espesas, se contaban muchas historias sobre espíritus y brujería, pero ninguna era tan aterradora como la del nahual que secuestraba niños.
Los ancianos advertían a los más pequeños:
“Si caminan solos por la noche, si se alejan del fuego de sus hogares, el nahual vendrá por ustedes. Y cuando eso pase, jamás volverán a ser los mismos.”
Algunos habitantes afirmaban haber escuchado en las madrugadas a un guajolote negro rondando las casas. Otros aseguraban que cuando un niño desobediente desaparecía, se encontraba en el monte su ropa rasgada, pero nunca su cuerpo.
Pero, como suele pasar con las advertencias, los niños no siempre las tomaban en serio.
Mateo, el niño curioso
Mateo era un niño de diez años, flaco y de mirada inquieta. Su madre trabajaba vendiendo tortillas en la plaza, y aunque era una mujer amorosa, también era estricta con él. Cada noche, antes de dormir, le repetía lo mismo:
—No salgas de casa cuando oscurezca, Mateo. No te alejes del pueblo. Hay cosas en la selva que no entiendes.

Pero Mateo no creía en cuentos de miedo. Le gustaba explorar, trepar árboles y recorrer los campos de maíz cuando nadie lo veía. Para él, el mundo era grande y estaba lleno de misterios por descubrir.
Fue una noche cuando Mateo decidió desafiar las advertencias.
Escuchó un sonido extraño en el maizal detrás de su casa. Se asomó por la ventana y, entre las sombras, vio la silueta de un guajolote negro enorme, con ojos brillantes que parecían observarlo directamente.
Su curiosidad fue más fuerte que su miedo.
Sigilosamente, abrió la puerta y salió descalzo, caminando entre la maleza seca. La niebla se levantaba en el aire, densa como el humo de un fogón apagado. El guajolote se movía lentamente, como si lo guiara a algún lugar.
Mateo no supo en qué momento dejó atrás su casa. De pronto, el pueblo entero quedó oculto entre los árboles.
Y entonces, el guajolote se detuvo.
La transformación
Mateo sintió un escalofrío. La brisa se volvió fría y el ambiente se llenó de un silencio antinatural.
El guajolote empezó a temblar. Su cuerpo se convulsionó, sus plumas cayeron al suelo, su pico se alargó y se transformó en una boca arrugada, con dientes largos y afilados.

Sus patas se extendieron y se convirtieron en manos huesudas, de dedos largos y garras amarillentas.
Frente a Mateo ya no había un ave, sino un anciano alto y encorvado, de piel ajada y ojos hundidos. Su sonrisa revelaba una hilera de dientes podridos.
—Sabía que vendrías, niño… —dijo con voz profunda y gutural.
Mateo intentó gritar, pero su voz no salió. Su cuerpo estaba paralizado.
El anciano levantó una mano y Mateo sintió que algo invisible lo sujetaba por el cuello y lo levantaba en el aire. Su corazón latía con fuerza, su visión se nublaba.
—Ahora serás uno de los míos… —susurró el nahual.
Y entonces, todo se volvió negro.
La búsqueda
Al amanecer, el pueblo entero despertó con la noticia de que Mateo había desaparecido.
Los hombres, armados con machetes y linternas, recorrieron la selva llamando su nombre. Buscaron en los ríos, en las cuevas y entre los árboles. Pero no había rastro de él.
Solo encontraron su ropa desgarrada cerca de un claro en el bosque.
Y lo más aterrador… huellas de guajolote alrededor de su ropa, pero ninguna de niño.
La madre de Mateo gritó de dolor, convencida de que el nahual se lo había llevado.
Los ancianos encendieron fogatas y colocaron amuletos en las puertas de sus casas, rogando que el espíritu oscuro no regresara por más niños.
Pero el destino tenía otros planes.
El regreso de Mateo
Pasaron tres días. Y en la madrugada del cuarto, los perros del pueblo comenzaron a ladrar como nunca antes.
Algunos hombres salieron de sus casas con palos y cuchillos, esperando encontrar un jaguar o algún animal salvaje.
Pero lo que vieron los dejó helados.
A lo lejos, entre la niebla, una silueta caminaba hacia el pueblo.
Era un niño descalzo y desnudo, cubierto de barro y con el cabello enmarañado.
—¡Es Mateo! —gritó una mujer.
Su madre corrió a abrazarlo, llorando de felicidad.
Pero cuando lo miró a los ojos, el terror se apoderó de ella.
Mateo ya no era el mismo.
Sus ojos estaban vacíos, como si no los reconociera. Sus labios se movían en un murmullo ininteligible, como si hablara en una lengua extraña.
Intentaron darle comida y abrigo, pero él no respondía. Solo se sentaba en el suelo, mirando la nada, murmurando sin parar.
Cuando le preguntaron qué había pasado, solo dijo en voz baja:
—El guajolote me llamó… y ahora soy como él.
El último sacrificio
Los días pasaron y Mateo seguía actuando de manera extraña.
Nunca dormía. No comía. En las noches, desaparecía y lo encontraban caminando solo en la selva, sin dejar rastro de sus huellas en la tierra.
Algunos decían que el nahual lo había maldecido. Otros afirmaban que Mateo ya no era un niño, sino un espíritu atrapado entre dos mundos.
Y entonces, una noche, Mateo desapareció por segunda vez.
Pero esta vez, no dejó nada atrás.
Nadie volvió a verlo.
Nadie volvió a escuchar su voz.
Solo quedó una sombra al acecho, un guajolote negro que comenzó a aparecer en el pueblo cuando la luna estaba oculta.
Los ancianos sabían la verdad.
Mateo nunca había vuelto realmente.
Lo que regresó… era otra cosa.
El Nahual nunca se detiene
A partir de entonces, las madres encerraban a sus hijos antes del anochecer. Los más ancianos colocaban ceniza en las puertas de sus casas para detectar huellas inhumanas.

Y cuando alguien desaparecía, todos sabían lo que había ocurrido.
El nahual seguía buscando más niños. Más aprendices.
Y en las noches más oscuras, cuando todo el pueblo dormía, algunos juraban escuchar el sonido de un guajolote negro caminando por los tejados.
Esperando.
Llamando a su siguiente víctima.
Porque el nahual…
Nunca se detiene.