El Silbido del Cadejo

El regreso

El aire del pueblo olía a tierra húmeda y café tostado. San Felipe de las Sombras era un lugar que parecía suspendido en el tiempo. Las calles empedradas llevaban a casonas de tejas rojas, y entre los árboles se colaban susurros que no venían del viento.

Ángela Ortega descendió del camión junto a Iván. Había regresado después de más de veinte años. Su madre juró nunca volver. Ella lo hacía por una razón académica: su tesis. Y por una personal: entender por qué su madre lloraba cada noche cuando se hablaba de “la criatura de ojos de fuego”.

Su abuelo, Tomás Ortega, la recibió sin abrazos, como siempre fue.

—Viniste tarde. El aire ya te huele.

—¿A qué huele?

—A ciudad. Y el Cadejo lo detesta.

El primer susurro

Iván revisaba el equipo de grabación en la habitación que les dieron en la vieja casona familiar. Su cámara llevaba grabando desde la terminal, pero en el archivo de video había una sección rara: durante una toma nocturna en la carretera, se ve una figura junto a un árbol, agazapada. No se movía. No parpadeaba. Y lo peor: parecía mirarlos directo.

Ángela lo descartó. “Un perro callejero, seguramente.”

Esa noche, al acostarse, escucharon a lo lejos lo que parecía un silbido prolongado. No era humano. No era natural. Era como si algo imitara la forma humana de llamar, pero desde una garganta ajena.

Don Tomás cerró las ventanas con trancas de hierro.

—No le respondan. Nunca respondan si los llama por su nombre.

Dalia y la marca

Ángela encontró a Dalia Guzmán en el mercado, vendiendo amuletos hechos con ruda, clavos oxidados y madera de pirul. Tenía la mirada perdida, como quien ha visto demasiado.

—Buscas al Cadejo —le dijo sin que Ángela dijera una palabra.

—Estoy haciendo un estudio. Me interesa la tradición oral…

—No es tradición. Es advertencia.

Dalia aceptó hablar con ellos, pero sólo si la seguían al cerro donde fue atacada. Les mostró su pierna: una cicatriz en forma de media luna, como un colmillo incrustado en carne viva.

—El Cadejo negro me encontró cuando tenía diecisiete. Me silbó primero. Me siguió por cuatro noches. La quinta, me arrastró en sueños. Desperté con esto. Desde entonces, vuelve cada año, en la misma fecha, a la misma hora. Pero ahora… también me visita en sueños.

Iván quiso grabar. Ella lo detuvo.

—Si lo grabas, te ve a ti también.

El sacerdote y su culpa

El Padre Andrés, ya en sus setenta, vivía recluido en la parroquia, más como un ermitaño que como guía espiritual. Cuando vio a Ángela, palideció.

—Eres su nieta.

—¿De quién?

—De la que fue protegida por el blanco. Y marcada por el negro.

El sacerdote les contó su historia. En su juventud, participó en un “ritual” con otros tres seminaristas, desafiando al folclore local. “Queríamos comprobar si era real. Usamos incienso, un libro viejo… y sangre de animal.”

Esa noche, el Cadejo apareció. Uno de sus amigos murió. Otro se volvió loco. El tercero desapareció en el bosque. Solo Andrés sobrevivió. Desde entonces, cada año, oye el silbido. Y cada vez, la bestia está más cerca.

—No lo puedes detener con oraciones. Solo puedes elegir a quién se lleva primero.

Las reglas del abuelo

Tomás Ortega reunió a los tres en la sala. Encendió una vela de cebo, colocó sal alrededor de las puertas y les explicó:

—Hay tres reglas para sobrevivir al Cadejo:

  1. Nunca lo mires directo a los ojos.
  2. No lo nombres después de la medianoche.
  3. Y si te silba… no voltees. Porque si lo ves, te seguirá toda la vida.

Iván reía nervioso. Ángela lo anotaba todo. Dalia cerraba los ojos y murmuraba oraciones en náhuatl.

La noche del juicio

A las 3:11 a.m., el primer aullido desgarró el silencio. Los perros del pueblo enmudecieron. Las luces titilaron. Y en el techo de la casa de Tomás, alguien —algo— caminaba. Sin patas. Sin pasos. Solo peso.

Iván, en su necedad, sacó la cámara. Cuando la encendió, la imagen tembló. En la pantalla, una figura negra, con cuernos que parecían ramas quemadas y ojos como brasas encendidas, miraba directo al lente.

—Está dentro —dijo Dalia.

Y la puerta se abrió sola.

El sacrificio

El Padre Andrés se presentó en la casa, descalzo, bañado en sudor, con una cruz tallada en hueso.

—Él me quiere a mí. Que me lleve.

Entró en el bosque. Nadie lo detuvo. La cruz cayó al suelo minutos después. En el cielo, un silbido profundo recorrió el aire. No había viento. No había aves. Solo ese sonido, como si el mismo infierno respirara entre los árboles.

Nunca lo volvieron a ver.

La revelación

Dalia desapareció una semana después. En su cuarto dejaron una carta:

“Él me mostró el puente. Blanco y negro me ofrecieron caminos. Yo elegí el silencio.”

Ángela encontró un colmillo en su cama. Curvo. Negro. Aún humeante.

El final nunca llega

De regreso en la ciudad, Ángela montó el material. Pero en cada video, la sombra del Cadejo aparecía en algún rincón: un reflejo, un eco, un par de ojos tras una puerta.

Iván desapareció dos semanas después. Su cámara fue encontrada en un puente, grabando en bucle el mismo segundo:
Ángela dormida. Y una figura a sus pies, silbando suavemente.

Ángela ahora vive sola. No graba. No escribe. Y cada noche, antes de dormir, revisa si la ventana está cerrada.

Porque a veces, entre sueños, oye su nombre.
Y un silbido.
Muy cerca.

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