El Terror de los Chilolos en el Carnaval de San Bartolo

En el pueblo de San Bartolo, el carnaval era la fiesta más esperada del año. Calles enteras se llenaban de color, música y baile. Entre los participantes destacaban los Chilolos, personajes con trajes multicolores, máscaras de madera y sonajas atadas a los tobillos. Eran los encargados de animar la celebración, corriendo entre la gente, lanzando bromas y asustando a los niños con sus carcajadas estridentes.

El Reto de los Amigos

Ese año, un grupo de amigos encabezado por Ernesto, Antonio, Martín y Pedro había decidido unirse a la tradición y participar en la danza de los Chilolos. Habían preparado sus máscaras con esmero, cada una con detalles únicos y expresiones burlonas. Pero a diferencia de los demás danzantes, ellos no solo querían divertirse, sino probar su valentía con un reto que llevaban semanas planeando.

—Dicen que los Chilolos antiguos hacían un ritual en el panteón la última noche del carnaval —murmuró Ernesto mientras se ajustaba la máscara frente a un espejo—. Si lo repetimos, los espíritus se levantarán para bailar con nosotros.

—Eso es puro cuento —rió Pedro, bebiendo de su jarro de mezcal—. Son historias de viejos para asustar a los niños.

Antonio y Martín se miraron con duda, pero al final, el alcohol y la emoción del carnaval los convencieron.

El Ritual en el Panteón

Cuando la noche cayó y el bullicio del pueblo disminuyó, los cuatro se escabulleron entre las calles, sus risas resonando en la oscuridad. Llevaban puestas sus máscaras de Chilolo y sonaban sus sonajas a cada paso.

El panteón se alzaba al final del camino, cubierto de neblina. Las veladoras sobre las tumbas parpadeaban con el viento, y el silencio era tan denso que cada pisada parecía una ofensa a los muertos.

—Vamos, solo es un juego —susurró Ernesto con una sonrisa temeraria.

Se colocaron en círculo en medio del cementerio y comenzaron a bailar como los Chilolos: brincando, sacudiendo las sonajas y emitiendo carcajadas burlonas. La danza creció en intensidad hasta que Ernesto, eufórico, saltó sobre una tumba grande y antigua, con inscripciones ya borradas por el tiempo.

—¡Despierten, muertos! ¡Vengan a bailar con los Chilolos! —gritó con desafío.

De inmediato, un viento helado barrió el panteón, apagando todas las velas. El aire se volvió denso y los amigos se detuvieron en seco, sintiendo una presión invisible sobre sus cuerpos.

—Creo que… ya fue suficiente —dijo Antonio, tragando saliva.

—¡Cállate! —susurró Martín—. ¿Escuchan eso?

El Baile de los Muertos

Al principio, era apenas perceptible. Un murmullo, como si muchas voces hablaran al mismo tiempo desde lo profundo de la tierra. Luego, el sonido se convirtió en risas. Pero no las suyas.

Entre las sombras de las lápidas, comenzaron a aparecer figuras. Hombres con máscaras de Chilolo pero distintas a las suyas: viejas, resquebrajadas, con expresiones deformadas. Sus trajes estaban raídos y oscuros, como si hubieran sido devorados por el tiempo.

—¡Alguien más está aquí! —susurró Pedro, pero al intentar moverse, su cuerpo no le respondió.

Las figuras avanzaron con pasos lentos, mecánicos, y pronto los rodearon. Sus carcajadas eran huecas, antinaturales, como si algo más estuviera imitándolas.

Entonces, uno de los Chilolos espectrales extendió la mano hacia Ernesto.

—¿Bailas con nosotros? —susurró con una voz cavernosa.

El joven sintió que algo helado le tocaba el pecho, paralizándolo. Su mente gritó para que corriera, pero sus piernas no reaccionaron.

El Rescate del Curandero

De pronto, la voz de un anciano rompió el aire.

—¡No los miren! ¡Corran sin voltear!

Era el viejo Fermín, el curandero del pueblo, que había seguido a los muchachos al notar su ausencia. Blandía un puño de hierbas secas y soplaba humo de copal mientras pronunciaba palabras en zapoteco.

El hechizo se rompió.

Los cuatro jóvenes recuperaron el control de sus cuerpos y salieron corriendo del panteón, sintiendo a los Chilolos espectrales pisándoles los talones. Pero cuando cruzaron la reja de entrada, el ambiente cambió. El viento se detuvo, las risas se apagaron, y las sombras desaparecieron en la niebla.

Respirando con dificultad, miraron hacia atrás. Solo quedaba el cementerio silencioso y oscuro.

—¿Qué… qué fueron esas cosas? —preguntó Pedro, con la voz temblorosa.

Fermín los miró con gravedad.

—Los Chilolos de la muerte. Ustedes los llamaron, y ellos vinieron por su baile. Si hubieran aceptado la invitación, nunca habrían salido de ahí.

Al día siguiente, Ernesto despertó sobresaltado en su cama, con el corazón latiendo con fuerza. Se levantó para lavarse la cara, pero cuando bajó la mirada al suelo, vio algo que lo dejó sin aliento:

Su máscara de Chilolo estaba rota en dos, con tierra seca y un hilo de sangre en los bordes.

Nadie volvió a hablar del incidente, pero desde entonces, se estableció una regla en el carnaval de San Bartolo: Los Chilolos deben bailar en las calles, nunca en el panteón.

Y si por accidente te encuentras con un Chilolo con máscara rota y mirada vacía, no lo mires a los ojos.

Porque quizás no sea un danzante del pueblo, sino un alma en pena buscando un nuevo compañero de baile.

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