La Mulata de Córdoba

El Misterio en la Calle de las Campanas

La ciudad de Córdoba, en pleno corazón de la Nueva España, ardía bajo el sol abrasador de mayo. Las calles empedradas olían a barro cocido, incienso y azahares. En medio de aquel bullicio colonial, vivía una mujer que desafiaba toda lógica y toda norma: Soledad, la mujer mulata.

Nadie sabía con certeza de dónde había venido. Unos decían que era hija de una curandera africana y un capitán español; otros juraban que había nacido de una noche de relámpagos, en el vientre de una mujer que jamás fue vista de nuevo. Pero todos coincidían en algo: no era una mujer común.

Soledad vivía sola, en una casona antigua junto al río. Aquel sitio estaba lleno de hierbas colgadas, frascos de vidrio, animales disecados, y libros en lenguas que pocos reconocían. Curaba enfermos, leía los astros, preparaba brebajes… y jamás cobraba.

Su belleza era hipnótica. Tenía el cabello oscuro, suelto, como una cascada negra; la piel como bronce bruñido, y unos ojos color ámbar que parecían ver más allá del cuerpo. Pero en Córdoba, la belleza y la sabiduría en una mujer mestiza eran sinónimo de sospecha.

El Fray y la Pecadora

Fray Antonio de la Cruz era un joven dominico, nuevo en el convento de San Antonio. A diferencia de otros clérigos, no era fácil de espantar por rumores o habladurías. Leía mucho, observaba más, y en su interior albergaba una duda constante sobre lo que se llamaba “pecado”.

Un día, acompañado de un enfermero del convento, Fray Antonio fue a la casa de Soledad. Querían una mezcla para aliviar los temblores de un anciano moribundo. Cuando la puerta se abrió, y sus ojos se cruzaron con los de ella, el fraile sintió un estremecimiento que no venía de la carne, sino del alma.

—¿No teméis que vuestra fe os reprenda por venir hasta aquí? —preguntó Soledad, con media sonrisa.

—Mi fe me enseña a ayudar, no a juzgar —respondió Fray Antonio, firme, aunque sus mejillas se encendían.

Soledad preparó la mezcla con movimientos seguros y suaves. Durante ese tiempo hablaron poco, pero él volvió. Más de una vez. Primero por encargos, luego por preguntas. Filosofaban sobre el alma, los elementos, el destino. Y aunque no se decían nada, la tensión entre ellos crecía como una tormenta sin estallar.

El Deseo del Alcalde

Don Gaspar de Acuña, el alcalde de Córdoba, era un hombre ambicioso y cruel. Había oído hablar de la mulata como si fuera un premio que le pertenecía. La había visto una vez, en la iglesia, y desde entonces no dejaba de pensar en ella.

Una mañana la mandó llamar al cabildo. Fingió estar enfermo, pidió un remedio, pero apenas estuvieron a solas, su verdadera intención se reveló:

—Dicen que tienes manos mágicas, Soledad. Quizá puedas curarme de este mal… que sólo tú provocas.

—Mi oficio es sanar, no complacer —dijo ella con frialdad.

Don Gaspar, humillado por su rechazo, apretó los puños. No era un hombre que aceptara negativas, mucho menos de una mestiza. Aquel día juró destruirla. Y tenía el poder para hacerlo.

Juicio de Fuego

Poco tiempo después, una denuncia anónima cayó en manos del Santo Oficio. Acusaban a Soledad de invocar demonios, de practicar nigromancia, de volar por las noches.

La detuvieron en su casa. No opuso resistencia.

Durante el juicio, testigos falsos hablaron de sombras en el cielo, de animales que hablaban, de apariciones demoníacas. Uno dijo haber visto a Soledad entrar en su casa sin abrir la puerta. Otro afirmó que la escuchó susurrar en lenguas perdidas.

Fray Antonio fue llamado a declarar. Lo hizo con voz firme:

—Yo he visitado su casa. He leído sus libros. He visto su ciencia, no brujería. He sentido su sabiduría, no su maldad.

Pero sus palabras cayeron como gotas en piedra seca. Don Gaspar, sentado junto a los jueces, sonreía en silencio. Ya no le importaba si Soledad era culpable o no. Solo quería verla arder.

El Muro de la Libertad

Fue condenada a prisión perpetua por brujería. La encerraron en una celda húmeda, bajo la sala del cabildo. El carcelero, un hombre simple y supersticioso, la vigilaba de lejos.

Una tarde, aburrido, le lanzó un trozo de carbón y un cuenco de cal.

—Dibújame algo, bruja. Así al menos das algo a cambio.

Soledad tomó el carbón y comenzó a dibujar en la pared. Día tras día, trazaba con detalle un gran barco, de velas anchas, mástiles altos y marinos alistados. El mural era tan perfecto que parecía una ventana abierta al mar.

—¿Y ese barco? —preguntó el carcelero, curioso.

—Es mi libertad —respondió ella, sin apartar la vista.

Una noche, tras una tormenta que sacudió la ciudad, el carcelero bajó a la celda… y encontró el lugar vacío. La pared mostraba el barco completo… con una escotilla abierta. Nadie supo cómo escapó.

La Leyenda Navega

Don Gaspar cayó enfermo semanas después. Decía ver una figura en su habitación, de ojos encendidos como fuego. Murió en su cama, con el rostro marcado por el terror.

Fray Antonio, temiendo la reacción del Santo Oficio, dejó el convento. Se dice que escribió un testimonio secreto sobre la verdad de Soledad. Años más tarde, su manuscrito fue hallado en una biblioteca en Puebla, oculto entre tratados de astronomía.

Desde entonces, la leyenda se esparció. En Córdoba, cuando la luna está llena y el viento huele a río, algunos aseguran ver un barco cruzar el cielo, navegando entre estrellas. Dicen que es la Mulata, que jamás murió, que jamás fue vencida.

Y que un día, volverá.

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