Una Muñeca, un Susurro y una Maldición en Xochimilco

Una Noche en los Canales de Xochimilco

La noche había caído con un aire espeso sobre los canales de Xochimilco. La ciudad parecía un recuerdo lejano: solo agua, niebla y oscuridad. Era el cumpleaños de Valeria, y sus amigos habían organizado un paseo nocturno en trajinera. Querían algo diferente, algo con una chispa de misterio, y alguien mencionó la Isla de las Muñecas.

—¿Y si vamos? —sugirió Marco, el más callado del grupo, con una mirada que no era de broma.

El barquero, un anciano de rostro consumido por los años, dejó de remar y alzó la vista lentamente.

—No es buena idea a esta hora —dijo—. Esa isla no duerme nunca.

Valeria rió.

—¿Qué dices, don? ¿Las muñecas se despiertan o qué?

El hombre no respondió. Solo giró el remo y los llevó hacia un canal más angosto. Los faroles de las trajineras lejanas se perdieron en la bruma. Un silencio espeso envolvió al grupo, y la charla alegre se apagó poco a poco.

El Encuentro con la Isla de las Muñecas

Marco no hablaba. Miraba el agua negra con los ojos muy abiertos, como si estuviera esperando ver algo allí abajo.

Había escuchado historias. Desde niño, su abuela le hablaba de la isla, de Don Julián, del espíritu de la niña ahogada, de los susurros en los árboles. Y ahora que estaban tan cerca, sentía que algo lo llamaba.

Llegaron sin anuncio. La isla se alzó frente a ellos como una pesadilla congelada: árboles nudosos cargados de muñecas, algunas sin ojos, otras sin extremidades. Decenas, quizás cientos. Enredadas en ramas, clavadas en troncos, colgando del techo de una cabaña en ruinas.

Todos se quedaron en la trajinera. Menos Marco.

Saltó a la tierra húmeda sin decir nada. Algo en su interior lo impulsaba a caminar. Pasó entre arbustos y raíces, mientras las muñecas parecían inclinarse hacia él con expresiones retorcidas. Un crujido en la brisa. Un susurro.

“Devuélvemela…”

Se detuvo. Giró lentamente. Nada.

Y sin embargo, el murmullo no se había ido. Venía de todas partes. O del agua. O de los árboles.

Avanzó más.

Los Susurros y la Muñeca Enterrada

Llegó al centro de la isla, donde un árbol de ramas gruesas se elevaba como un esqueleto gigante. A sus pies, sobresalía un bulto semienterrado. Marco se agachó. Escarbó con las manos. El barro estaba frío, espeso. Sacó una muñeca.

Era de porcelana, distinta a todas las demás. Tenía los ojos cerrados, un vestido azul cubierto de lodo, el cabello pegado por la humedad. Y era hermosa, pero de una forma inquietante. Como si su rostro no estuviera modelado, sino vivido. Real.

En ese momento, el viento dejó de soplar. Todo se detuvo. Y Marco escuchó:

“Gracias…”

Giró sobre sus talones. Ahí estaba ella. Una niña de unos ocho años, parada entre los árboles, con un vestido blanco empapado y los pies descalzos cubiertos de lodo. No tenía expresión. Solo lo miraba.

Marco se quedó paralizado.

La niña extendió las manos hacia él. En una sostenía otra muñeca idéntica. Marco dio un paso atrás. La niña ladeó la cabeza. Entonces, un sonido cortó el aire: un suave crujido, como si las muñecas de los árboles se estuvieran moviendo. Y lo estaban.

Una de ellas cayó cerca de él. Otra giró el cuello. Una tercera comenzó a reír… con una risa hueca, mecánica, sin alma.

Marco corrió.

Tropezó, cayó, se levantó. El lodo se le pegaba a las piernas. Al llegar de vuelta a la trajinera, sus amigos lo miraron confundidos. Estaba pálido, tembloroso, con la muñeca en los brazos como si cargara a un bebé.

—¿Qué pasó? —le preguntó Valeria—. Estás blanco.

Marco no dijo nada. Ni una palabra. Solo miraba hacia la isla, que ya desaparecía entre la bruma.

El barquero lo observó un momento y murmuró:

—Ya la elegiste. Ahora es tuya.

El Regreso Silencioso y la Obsesión

Los días pasaron. Marco no volvió a ser el mismo.

Se aisló. Dejó el trabajo. Tapó los espejos de su departamento. Llenó su casa con muñecas. De porcelana, de trapo, modernas, antiguas. Las colgaba en las paredes, en los closets, en la cocina.

Decía que lo protegían. Que no lo dejarían dormir si no las tenía cerca.

Un mes después, desapareció.

Solo quedó una nota escrita con lápiz tembloroso sobre la mesa del comedor:

“Ella me la pidió. Tenía que devolverla. Pero ya es tarde. Ahora me quiere a mí.”

Y en la repisa del centro, la misma muñeca de vestido azul… con los ojos ahora abiertos.

Un Susurro Que Nunca Calla

Desde entonces, los habitantes cercanos a los canales dicen que, algunas noches, entre el susurro del agua y el lamento del viento, se escucha la voz de una niña diciendo:

“Devuélvemela…”

Y cada tanto, aparece una nueva muñeca en la isla, colgada de una rama, como si alguien aún estuviera intentando calmar a un espíritu que nunca quiso ser olvidado.

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